—Claro que sí… Por supuesto… Ajá… Lo que tú digas, mamá… ¿Cuándo no he escuchado lo que me dices al pie de la letra? Mmm, pero aparte de esa ocasión… Oh, tienes razón… —Escuchó Tom a Bill al darle por su lado a su madre—. Mmm, sí, tres… Ok —afirmaba Bill, caminando por toda la habitación del bebé con el teléfono en la mano.
Tom, que estaba sentado contra una de las paredes y ocupado con el manual de ensamblaje de la nueva cuna para Bultito, apenas si le prestaba atención. ¿Iba la pieza A dentro de la pieza H a pesar de que una tenía la punta cuadrada y el punto de unión mostraba claramente que era un círculo?
El mayor de los gemelos soltó un largo suspiro. —¿Qué dices tú, Bultito, mandamos al demonio tu cuna y comemos helado de vainilla con aderezo de mostaza? —Preguntó con ambas manos en el vientre bajo.
A modo de respuesta, el bebé dio una serie de rítmicas pataditas contra sus costillas; su propio código Morse entre él y Tom que claramente decía: A-L-I-M-E-N-T-A-M-E-O-M-U-E-R-E.
—Ough, ya entendí —se palmeó Tom la zona donde Bultito golpeaba—. Bill —llamó a su gemelo, que seguía hundido hasta el cuello en las recomendaciones que su progenitora soltaba con excesiva facilidad de abuela—, voy a la cocina…
El aludido hizo una seña con la mano que bien podía significar ‘adelante, diviértete’ como ‘vete, me importa un pepino’. Tom no podía juzgarlo, siendo que él también sufría con su madre, así que lo dio por perdido.
Con mucha precaución de movimientos se puso de pie, salió de la habitación y comenzó a bajar las escaleras con especial cuidado. Una vez en el octavo mes, la barriga era inconfundiblemente la de un embarazo normal al grado en que ya no veía por delante de él más allá de lo necesario. Sus pies largos meses atrás olvidados; el mayor de los gemelos ni siquiera recordaba lo que era verse las rodillas ahora que la barriga era tan grande que apenas se podía sujetar los dedos por debajo de ésta.
Incluso con todos los inconvenientes que representaba como no poder usar la ropa que le gustaba o depender en su totalidad de Bill para que hiciera por él las tareas más sencillas, desde cortarle las uñas de los pies hasta recoger del suelo cualquier cosa que se le hubiera caído, Tom no podía estar más feliz. Según Sandra, su embarazo iba normal y para el mayor de los gemelos, ‘normal’ era la mejor palabra que podía recibir en sus consultas ya no quincenales, sino semanales.
Con la posibilidad de un parto imprevisto en cualquier momento, escatimar en cuidados no era una opción. Tanto la sala de operaciones como un equipo completo a su disposición estaban reservados y listos para cuando su llamada se produjera, así que Tom trataba al menos de no entrar en pánico cada vez que sentía a Bultito moverse en su interior.
Una vez en la cocina y con el envase de galón repleto hasta el borde con helado de vainilla y bañado en salsa catsup, no mostaza como había pensado en un inicio, cuchara en mano, Tom no podía estar más que contento y satisfecho con su vida.
Él y Bill aprovechaban sus momentos libres para decorar el cuarto del bebé. Primero pintando los muros en verde menta por decisión unánime, ya que una vez que Sandra declaró imposible el poder saber el sexo del bebé, dado que Bultito ya estaba en posición de parto con la cabeza hacía abajo y el frente del cuerpo dando hacía el interior de Tom, lejos de cualquier aparato de ultrasonido, cualquier otro color estaba fuera de lugar. Eligiendo verde porque combinaba tanto con el rosa como con el azul dependiendo del sexo de Bultito una vez después del parto, habían pintado tres paredes de ese tono claro y una blanca.
Poquito a poquito, la habitación del bebé había cobrado forma. Primero con un par de muebles, luego acomodando la ropa recibida en el Baby-Shower dentro de los cajones. Un viaje rápido y privado a una tienda de juguetes había llenado los huecos en la habitación.
Por último, la cuna y una estación de cambiado de pañales iba a complementar el mobiliario. Bastante malo que ninguno de los dos pudiera interpretar el manual de instrucciones y ambos muebles se encontraran en apuros al ser ensamblados por un par de gemelos con la firme creencia de que todo tiene un lugar seguro si se le golpea lo suficientemente fuerte con un martillo.
—Presiento que vas a dormir con nosotros hasta que tengas dieciocho años o algo así si Bill no logra armar tu cuna —le habló Tom a su barriga con un leve tono de emoción. A modo de respuesta, Bultito le dio una patada tan certera en el centro, que el mayor de los gemelos podía jurar que su ombligo se había resentido—. Bien, bien, tú mandas. Traeré ayuda profesional —refunfuñó al sacar el teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón y marcar el único número aparte del de Bill que tenía para emergencias—. ¿Gustav?... Mmm, te necesitamos con urgencia…
—¡Pudiste haberme dicho “No, no estoy dando a luz en la cocina” por el amor a Dios! —Gritó Gustav una vez llegó a la casa de los gemelos y descubrió que en lugar de encontrar a Bill desmayado y a Tom en el suelo cubierto de su propia sangre, lo habían llamado para armar la cuna del bebé—. Llamar diciendo que es una emergencia y luego colgar no es para nada listo, Tom —regañó al mayor de los gemelos.
Éste se encogió de hombros con indiferencia. —A mí me parece una emergencia.
—¡Tú…! —Dio un paso adelante Gustav con un dedo alzado peligrosamente hacía el mayor de los gemelos que se encogió en actitud protectora sobre su vientre, antes de que Georg sujetara al baterista y lo hiciera retroceder un poco.
—Ya, basta los dos. No fue su jugada más lista —los amonestó a ambos; tanto Gustav como Tom bajando las miradas con bochorno—. Especialmente cuando el bebé puede nacer en cualquier momento. Tom, tú deberías de saber cuándo una llamada de emergencia no es una verdadera emergencia —fulminó al mayor de los gemelos que se sonrojó al instante—. Y tú, Gustav, deberías aprender a no entrar en pánico y volver a llamar. —Se cruzó de brazos—. Dios sabe que Tom te puede llamar a las tres de la mañana con tono angustiado porque quiere que le lleves una pizza de mermelada de durazno y pepinillos.
—Hey —alegó el mayor de los gemelos con falsa indignación—, eso fue una vez, una sola. No planean olvidarlo jamás, ¿verdad?
—Exacto —lo fulminó con los ojos Gustav.
—Lo que sea —rodó los ojos Tom—. Pero ya que están aquí… Bultito necesita una cuna y sus padrinos serían de lo más amables si ayudaran en algo —jugó con la carta de la culpa a la que nadie se podía resistir.
Muy a pesar de su enojo, uno que aún lo tenía echando humo por las orejas y las fosas nasales, Gustav tuvo que ceder, lo mismo que Georg. Ambos conscientes de que ayudar a los gemelos era incluso una obra altruista si se le veía de algún modo diferente al egoísta. En vista de que no podían llamar a ningún empleado porque explicar cómo un hombre embarazado le daba órdenes sin importar cuánto pagar por sus servicios y su silencio, no era una opción.
—Bien —cedió Gustav por él y por Georg—. Pero a cambio exijo no volver a recibir una llamada tuya o de Bill proclamando crisis mundial a menos de que en verdad lo sea.
—¿Y si tengo antojos de medianoche? —Tanteó Tom las posibilidades.
—No.
—¿Me duelen los pies y quiero un masaje?
—¡No!
—¿Estoy dando a luz a Bultito y Bill está llorando en el baño por la crisis?
—¡NO! Digo, ¡sí! ¡Argh! —Golpeó Gustav el suelo con el pie—. Bien, tú ganas, llama cuantas veces quieras y cuando sea, pero al menos trata de no… Ya sabes… No cuando Georg y yo… —Se diluyó su voz con cada sílaba que pronunciaba.
—Lo que Gusti quiere decir —le puso Georg el brazo encima de los hombros a su compañero de banda—, es que no llames mientras él y yo disfrutamos de nuestras vacaciones.
—Pueden pausar la película —dijo Tom sin entender la indirecta.
—Más bien, no llames cuando Georg me tenga los ojos vendados, las muñecas esposadas a la cabecera de la cama y con un vibrador en su sitio, ¿ok? Cualquier momento menos ése, por favor —tendió Gustav la mano y un muy desconcertado Tom se la estrechó—. Perfecto. Ahora vamos a armar esa cuna y luego regresar a casa.
De regresar a casa, nada.
Una vez armada la cuna y el centro de cambio de pañales, era lo suficientemente tarde como para que emprender el camino de vuelta a su propio departamento no fuera una opción. En vista de que estaban todos los miembros de la banda reunidos y que tenían meses completos sin pasar una noche juntos, fue decisión unánime, incluso de un reticentes Gustav que quería regresar a sus previas actividades antes de la llamada de Tom, el disfrutar de un par de películas acompañadas de pizza, maíz inflado y una buena dotación de refrescos de cola.
—¿Cuál vamos a ver? —Preguntó Tom con emoción, dispuesto a pasar bien el rato. Dejándose caer sobre el sofá de doble plaza, apoyó la cabeza sobre los muslos de Bill y se dejó consentir con suaves caricias en el cabello, el cuello y la espalda.
—¿Terror, romance, thriller? —Revisó Georg en el estante donde los gemelos guardaban sus películas—. Elijan algo… Oh, está parece genial.
—¿Cuál? —Quiso saber Gustav con un puñado de palomitas en la boca—. Espero no sea un porno…
—Hey, no tenemos eso aquí abajo —aclaró Bill—. Tomi se encarga de guardar esas películas en el armario.
—¡Bill! —Enrojecieron las orejas de su gemelo—. Eso es algo que ni Georg ni Gustav quieren o necesitan saber jamás.
—Secundo —se estremeció el baterista con falso pudor, obteniendo un trozo de salami en la cabeza.
—Tranquilos —metió Georg la película en el DVD—. Elegí algo que les va a encantar a todos…
Y ciertamente no fue mentira. La película, un drama de poco presupuesto en el rodaje que a pesar de todo tenía buena historia, trataba de una pobre madre de tres niños, uno de los cuales estaba enfermo de gravedad y como su lucha por conseguir un tratamiento para la criatura llevaba a la madre a situaciones extremas.
Nada que en sus cinco sentidos Tom hubiera querido ver. La diferencia radicaba en que loco por las hormonas y el embarazo, pasó la hora y media que duró el filme, llorando sobre la camiseta de Bill y luego sobre un rollo de papel higiénico completo que Georg le trajo del sanitario.
—Tomi, no llores —abrazó Bill a su gemelo al final de la película, una vez que el final demostró ser cruel, al mostrar como la madre sostenía a su hijo durante los últimos momentos de vida que le quedaban a éste—. Shhh, no pasa nada…
—Pero… Arthur… murió… —Gimoteó Tom con el rostro escondido en el cuello de Bill—. Ugh…
Bill le pasó la mano por la espalda a su gemelo. —Pero es ficción… La historia ni siquiera es real, Tom. Arthur nunca murió, es un actor.
El mayor de los gemelos soltó un largo suspiro. —Tienes razón —y como si tal, dejó de llorar para asombro de todos—. Quiero comer, ¿quién va a KFC y trae una orden número tres?
Muy para desgracia, no sólo de Bill, sino también de Gustav y Georg, los cambios de humor de Tom se dispararon a niveles indecibles. Un momento lloraba, al siguiente se reía a carcajadas. Cuando no tenía insomnio, dormía por doce horas seguidas y se negaba a despertar. Si pedía a medianoche una barra de jamón, lo hacía hasta el punto en que cualquiera de los tres salía al supermercado más cercano vestido en pijamas, sólo para regresar y encontrar que el mayor de los gemelos no toleraba la idea de comer nada que fuera carne o se le pareciera.
—Me tiene loco —admitió Bill dos semanas después de que aquel extraño comportamiento empezara a tener lugar, con la cabeza apoyada en su mano sobre la mesa, unas ojeras que ni el maquillaje podía ocultar, rodeando sus ojos.
—Ya somos dos —gruñó Georg, su cabello convertido en un nido de pájaros debido al número de veces que se lo había jalado con desesperación en la última hora.
—¿Y yo no cuento o qué? —Entró Gustav a la cocina donde estaban reunidos todos, llevando consigo un plato con pasta que Tom se había negado a comer, alegando primero un antojo y después una repentina pesadez en el estómago como para comerla.
Dado que apenas eran las seis de la mañana, las ganas de ahorcar a Tom con sus propias manos crecían e iba en aumento con cada segundo.
—¡Bill! —Llegó un grito desde el piso de arriba y el menor de los gemelos se estremeció al escuchar su nombre—. Mi almohada no está esponjada como me gusta… —Dejó pasar unos segundos—. Veeen… —Se dejó escuchar el gimoteo.
Rompiendo en crisis nerviosa, Bill dejó caer la cabeza contra la mesa. —No, me niego —murmuró con cansancio—. No me importa si baja rodando las escaleras y llora otra media hora porque cree que no lo quiero si me resisto a seguir sus ilógicas órdenes. Me rindo.
—No tienes permitido decirlo —gruñó Georg—. Si lo embarazas, lo pagas —le recordó.
—Sólo un mes más… Un mes más —se repitió Bill como un mantra al subir las escaleras con cansancio y parsimonia, deseando como nunca el que todo terminara y Tom volviera a ser su calmado y nada histérico gemelo de antes.
Tan concentrado estaba en eso, que cuando los ojos se le cerraron de sueño y resbaló por un costado de las escaleras, apenas si lo sintió.
—¡¿Y me llamaron por esto?! —Escuchó Bill un grito a través de la bruma de su inconsciencia. Luchando por mantener la mente despejada de la oscuridad que lo envolvía, con dificultad abrió los ojos para encontrarse rodeado cual si fuera su lecho de muerte, a sus compañeros de banda pálidos como la cera, a Sandra frunciendo el ceño y a Tom llorando como nunca antes.
—Los blorpios están en la azotea —murmuró agotado, no muy convencido de que sus palabras fueran algo inteligente para decir, ni hablar de que fueran remotamente coherentes.
—Bill, escucha —lo sujetó por los hombros la doctora Dörfler—. Te caíste de las escaleras. No es nada grave, tampoco será necesario llevarte al hospital pero…
—¡¿Tom perdió el bebé?! —Se intentó incorporar el menor de los gemelos de golpe. Ayudando a Sandra, todos los presentes en la sala lucharon por mantenerlo acostado.
—No, idiota —resopló Georg por el esfuerzo. Bill parecía ser un enclenque en zapatillas, algo que el viento se podría llevar apenas en una ligera brisa, pero lo cierto era que las apariencias engañaban y el menor de los gemelos era mucho más fuerte de lo que se podía apreciar a primera vista—. Él estaba acostado cuando pasó. Tú fuiste el que salió herido, no él.
—¿Entonces qué pasó? —Abrió grandes los ojos Bill, casi como desquiciado.
—Tus blorpios están bien, si es lo que te mortifica—, se burló Gustav—, pero te torciste el tobillo.
—¿El tobillo? —Repitió el menor de los gemelos como si aquellas palabras tuvieran un significado diferente a la imagen mental—. ¿Cómo?
Tom rodó los ojos. Poniéndose al frente de su gemelo, le acarició la mejilla. —Bill, tu tobillo. ¿Sientes dolor en alguna otra parte del cuerpo? —Bill se presionó un costado de la cabeza—. ¿Además de ahí? Piensa más lejos —indicó el mayor de los gemelos.
Bill apreció entonces un agudo dolor al final de la pierna. —¿Me torcí el tobillo, de verdad?
—Yep —intervino Sandra—. Al menos lo que resta del mes no podrás caminar apoyándolo.
Todos en la habitación abrieron mucho los ojos.
—¿Y si pasa algo? —Preguntó Georg—. Porque Gustav y yo no nos podemos quedar… Planeamos unas vacaciones nosotros dos solos. Empiezan el viernes y ni los boletos del avión o las reservaciones del hotel son reembolsables —se mordió el labio inferior—. ¿Está segura que no puede untarle alguna pomada mágica que ustedes los doctores vendan por receta y a precio de robo, y lograr que Bill esté bien de nuevo?
Sandra le dedicó una mirada de “¿Y tú de cuál fumaste?” bastante despectiva. —Me temo que eso no existe. Un tobillo torcido, es un tobillo torcido. Requiere de reposo y nada de movimiento.
Georg y Gustav intercambiaron una mirada que lo decía todo: Adiós vacaciones. Ni en mil años la culpa los dejaría abordar su vuelo si con ello dejaban atrás a Bill en cama y a Tom a punto de dar a luz. Conociendo al par de gemelos que tenían, por su bien y por el de ellos, darse unos días de escapada romántica no entraba en las opciones disponibles.
Convencidos de su sacrificio, fue como Tom los interrumpió.
—Yo cuidaré de Bill entonces. —Viendo que todos en la habitación lo contemplaban con diversos rostros de incredulidad, bufó—. Vamos, no es como si fuera a salir corriendo. Siempre puedo pedir comida y me sé los números de emergencia, mamá y papás —rodó los ojos.
Sandra comenzó a guardar las vendas con las que había cubierto el pie del menor de los gemelos. —Soy tu médica, no tu madre. Si creen que es lo correcto y todos están de acuerdo, me retiro. Nos vemos en tu próxima cita dentro de cinco días —dijo antes de salir de la habitación.
—¿Y bien? —Inquirió Tom viendo que el silencio que caía sobre ellos era uno bastante incómodo—. ¿A dónde van a ir de vacaciones?
—Nosotros nos quedamos —dictaminó Gustav, fingiendo leer con concentración la receta de analgésicos que Sandra había escrito para Bill—. Creemos que es lo mejor. ¿No es así, Georg? —Codeó al bajista. Éste carraspeó tratando de romper el compromiso moral que tenía con los gemelos e intercambiarlo por unos días en la playa al lado de Gustav… Los dos solos, tendidos en la arena, sin sus bañadores… Gustav le pediría que le untara crema de coco en la espalda y…—. ¡Georg!
El bajista se sonrojó, convencido de que la boca abierta y estilando saliva era lo que lo había delatado. —Oh, Gus, ¿estás seguro que no podemos dejarlos a solas? Digo, ya son mayorcitos. Conocen el número de la policía, los bomberos, el hospital más cerca y hasta de la licorería de la esquina si lo llegan a necesitar. Nosotros podemos seguir con nuestros planes, piénsalo —le suplicó el baterista, que se había cruzado de brazos y parecía recio a ceder—. Gusti-Pooh, anda, hazlo por Georgie-Pooh que te quieeereee…
—Nada de Pooh para convencerme, Georg, eso es jugar bajo —lo amonestó Gustav con un tinte rojizo en el cuello al verse llamado por su mote cariñoso—. Además, estoy seguro de que ni a Bill o a Tom les gustaría estar solos e indefensos.
—Los pultoreti van a aterrizar en el fregadero —tarareó Bill con alegría, ya bajo los efectos de la droga que Sandra le había administrado para el dolor de su tobillo. Según ella, una vez que la magia de la medicina dejara de funcionar, Bill estaría con el dolor suficiente como para tenerlo incapacitado por una semana, dos a lo máximo.
—Ignoren a los pultoreti, sean lo que sean —cortó Tom con acidez a su gemelo—. Me niego a ser el responsable de haber arruinado sus vacaciones del amor o como quieran llamarlas —agregó al ver que Gustav parecía dispuesto a corregirlo—. El punto es que, Georg tiene razón —le concedió a un muy ufano bajista—, Bill y yo ya estamos mayores. Sé cuidar de ambos, lo hice antes, ¿o no?
—Genial, entonces separaremos tu vida en ‘antes de la barriga’ y ‘después de la barriga’; a.d.B. y d.d.B. para abreviar —se burló Gustav con poco humor en su tono—. ¿Pero es que estás loco? Apenas si puedes estar de pie. Y no quiero hablar de esos condenados cambios de humor —fulminó al mayor de los gemelos, que se removió inquieto en su lado de la cama—, porque si tuviera un poco de compasión por Bill, lo llevaría con nosotros a la playa.
Tom desvió la vista.
Él no era idiota. Estaba muy consciente de que durante su octavo mes de embarazo había estado siendo un poco difícil, no sólo para sí mismo, sino también para los demás. Tampoco era como si lo pudiera evitar estando a merced de hormonas que no pertenecían a su cuerpo y que por regla general lo iban a afectar en cantidades superiores a las de cualquier mujer en su posición, pero si tenía que confesarlo, tampoco se las había puesto fácil ni a su gemelo ni a sus amigos. Pedir comida china no era ni sería jamás algo que se pudiera exigir a voz de grito en la madrugada, sin importar que estuviera embarazado o no.
—Prometo cuidarlo bien. Es mi gemelo y el padre de mi bebé, así que… Juro solemnemente no darle arsénico en la sopa, si es lo que piensan —intentó bromear con Georg y con Gustav para convencerlos; los dos poco seguros de que dejarlos a solas aunque sólo fuera por unos días fuera una de las mejores ideas que se les pudiera ocurrir jamás. Había tantas cosas que podían salir mal… No querían regresar bronceados y con arena en la ropa para descubrir a Bill catatónico de inanición por descuido y a Tom muerto por no haber podido llegar al hospital a tiempo. El cuadro era aterrador.
—Tom, no es que dudemos de tu independencia, pero… —Comenzó Georg.
—Pero es que dudamos y punto —finalizó Gustav con pesar—. ¿Es que no te suena ni un poco descabellada la idea de quedarte a solas con Bill estando tan cerca la fecha del parto?
—Tengo ocho meses todavía —frunció el ceño el mayor de los gemelos—, además de varias semanas por delante. Siempre cargo mi teléfono conmigo —se sacó el aparato del bolsillo para mostrárselos— y tengo a Sandra como uno de mis contactos de marcado rápido. Si algo llega a pasar, lo que sea, tomaré todo con calma. Si el dolor es mucho, trataré de no moverme.
—Pero… —Gustav intentó pensar en alguna otra excusa.
—No hay más ‘peros’ —declaró Tom—. Cuidaré de Bill mientras ustedes disfrutan unos días en la playa tal y como lo planearon desde un principio.
Gustav pareció quedarse con la mente en blanco. —Está loco —susurró para sólo ser escuchado por Georg. Tom había regresado al lado de Bill y le apartaba unos mechones de cabello del rostro bobalicón que tenía con droga en su sistema.
—Loco o no, tiene razón, Gus —concedió el bajista mérito al mayor de los gemelos—. Todo está planeado para imprevistos en el hospital, Sandra vino lo más rápido posible y no lo puedes negar… Incluso en el peor de los casos, algo que no quiero que suceda, tienen todo preparado. Ni notarían que no estamos.
Gustav asintió. Ciertamente la doctora Dörfler había sido rápida. Apenas habían oído el golpe de Bill cayendo por las escaleras, Tom había llamado a su teléfono privado. En menos de diez minutos, ella ya estaba al lado del menor de los gemelos atendiéndolo. Con toda seguridad, el cuidado médico que recibían era más que eficiente, y sin embargo…
—¿Y si pasa algo? —Cerró Gustav los ojos—. No me lo perdonaría.
—Como dijo Tom, aún está de ocho meses. Apenas sale de casa, comida no les falta, y con Bill en reposo total, creo que los dos estarán en cama por al menos lo que resta del mes, Gus —expuso Georg los hechos—. Por favor, no canceles nuestras vacaciones.
El baterista tomó aire. —Acepto, pero… —Tamizó la emoción de Georg—, si algo llega a pasarle a Bill o a Tom, lo que sea.
—¿Me cortarás los testículos y harás que me los coma? —Trató de adivinar el bajista al abrazar a su novio—. No me importa. Valdría la pena.
Contemplando a los gemelos por encima de los hombros de Georg, Gustav rezó porque así fuera.
Muy en contra de todo pronóstico, una rutina se instauró con rapidez en la vida diaria de los gemelos.
En las mañanas despertaban después de que el sol hubiese salido. Tom entonces proponía dos opciones: Pedir el desayuno o hacerlo, a lo que siempre preferían la segunda opción, que casi siempre era algo ligero y fresco. En las tardes sí pedían comida rápida y la disfrutaban ya fuera viendo televisión, alguna película o tendidos de lado en la cama.
Al anochecer, preferían casi siempre tomar algún baño juntos. Disfrutando la tina que tenían en casa y no en su anterior departamento, Bill se encargaba de llenarla hasta el borde de agua tibia y esencias aromáticas que en cuestión de minutos tenían a Tom aliviando la tensión en todo el cuerpo. Ya fuera recostado entre las piernas de Bill con la espalda en su pecho o con los pies sobre el regazo de su gemelo y recibiendo un masaje, Tom no podía decir que hubiera tenido una mejor semana en su vida.
Incluso aunque Gustav llamaba entre dos a cinco veces diarias, siempre preguntando tonterías o para saber si habían cerrado la puerta con llave o apagado la estufa, nada podía arruinarles la tranquilidad.
—Tomi, ven acá —dijo Bill desde su posición en el centro de la cama, vestido con un par de bóxers y el control remote en una mano—. Hoy hay maratón de Desperate Housewives —agitó las cejas con emoción.
Al mayor de los gemelos no se lo tuvieron que repetir. De gatas y con cuidado de esquivar el pie herido de Bill, se acostó a su lado.
—Ough, no puedo respirar —jadeó al cambiar de postura. Desde el quinto mes que no podía acostarse sobre su espalda sin sentir que el mundo se le venía encima.
—Oh, Tomi… —Le besó Bill la frente—. Agradece que eligiéramos cesárea y no parto natural.
—Me lo repito cada mañana, no te preocupes —masculló el mayor de los gemelos, presionándose el vientre justo en la zona en donde Bultito adoraba patear. Al no obtener respuesta como solía, en su lugar unos golpecitos tímidos, llegó a la conclusión de que el bebé dormía.
—¿Maravillado de la vida que crece en tu interior o con hambre? —Se burló Bill al observar por largos segundos como su gemelo se contemplaba el vientre.
—Las dos… —Admitió Tom con vergüenza. No hacía ni una hora que habían acabado con dos pizzas familiares y un pay de queso con limón, cuando ya de vuelta tenía un poco de hambre. Según Sandra, algo normal si se tomaba en cuenta que era durante el último trimestre cuando el bebé adquiría más de la mitad de su peso y volumen. Tom estaba consciente de ello, pero no por eso se sentía menos culpable cuando cada mañana se pesaba y descubría que lenta pero consistentemente, su peso aumentaba.
—Para cuando el embarazo termine, vas a seguir pareciendo ballena —dijo Bill con ligereza.
—Hey, no estoy tan obeso —refunfuñó Tom, muy a su pesar admitiéndolo. Tendido de costado y jadeando por respirar con normalidad, se imaginaba como uno de esos grandes mamíferos, tendido en la arena y luchando por sobrevivir en un medio hostil—. Y una vez termine todo, planeo regresar al gimnasio.
—Más vale que vayas al gimnasio luego de bañar, cambiar el pala, vestir, dar de comer y dormir a Bultito —dijo Bill medio broma y a la vez bastante en serio, cambiando el televisor hasta encontrar el canal donde se iba a transmitir el maratón.
—Iré los días en que te toque a ti hacerlo —le guiñó un ojo Tom a su gemelo—. Yo lo cuidaré en días libres, fines de semana y celebraciones.
—¡No es justo! —Lo pellizcó sin malicia Bill—. Los miércoles me gusta ver el nuevo capítulo de Prison Break y tú sabes cuánto me gusta verlo.
—Bastante mal que lo den tan temprano y posiblemente Bultito aún esté despierto para esas horas —sonrió Tom con sorna, obteniendo a cambio un ataque de cosquillas—. Hey, que yo ya lo cuidé por nueve meses. Es justo que te toquen los siguientes nueve a ti.
Rodando sobre el colchón, siempre cuidadosos de que su juego no tomara otro cariz estando los dos delicados, acabaron jadeando, con la ropa de cama revuelta y las respiraciones agitadas.
—Ya no estamos tan en forma, eh —chanceó Tom con la nariz en el cuello de Bill. Depositó un suave beso justo sobre la yugular de su gemelo y sintió como éste se estremecía de gusto—. Nop, nada de resistencia.
—Calla —presionó el menor de los gemelos la cadera contra el costado de Tom y con gustó lo escuchó gemir—. Justo lo que decías, ¿uhm?
—Bah —se relajó Tom en los brazos de su gemelo. En cualquier otro momento sus acciones habrían desencadenado una sesión de sexo caliente, lujurioso y repleto de vapor, pero estando a pocas semanas del parto y con Bill llevando una sandía donde antes solía estar su tobillo, preferían disfrutar del tiempo de calidad y nada más.
Con una pierna encima de las de Tom, Bill jugaba con su cabello usando una mano y con la otra daba leves masajes sobre la tensa piel de su vientre. Bultito parecía seguir dormido en placidez, apenas moviéndose de tanto en tanto. Nada de que preocuparse, pues como Sandra les había dicho, era normal. Una vez acomodado en el canal de parto, los bebés apenas tenían espacio en el cual maniobrarse y por ello su actividad disminuía. Como ella misma había dicho, un hecho sin importancia a menos que el cese de actividad fuera total, en cuyo caso debían de llamarle sin esperas de ningún tipo.
—Estoy pensando —murmuró Bill con un poco de sueño—, aún no sabemos qué será bultito y Sandra dijo que no hay nada qué hacer al respeto hasta que sea el día del parto, pero… ¿Tienes ideas de nombres?
Tom se mordisqueó el labio inferior. —No, digo sí. Quizá. Unas pocas en realidad —admitió al fin—, ¿y tú?
—Igual —confesó su gemelo, recorriendo con los dedos la curva en el vientre de Tom—. ¿Qué crees que sea?
—Un bebé —se rió Tom, recibiendo a cambio un pellizco en el brazo—. Ouch, sin violencia.
—Entonces dime qué crees que sea —arrugó Bill la nariz—. Mamá no deja de decir que será niño, pero Gordon y papá dicen niña…
—¿Y tú qué dices? —Miró Tom a su gemelo a los ojos—. ¿Algún sexo que quieras en especial?
—¿El tuyo? —Intentó Bill adivinar, recibiendo a cambio un mordisco en el hombro—. Bien, ya entendí… Tal vez creo que tendremos… No sé, ¿niño? ¿Niña? Hay 50% de probabilidad de que sea cualquiera de los dos. Es como lanzar una moneda al aire, Tomi, nunca sabes de qué lado va a caer.
—Tienes razón —convino Tom al cabo de unos segundos.
La verdad es que Tom, al igual que Bill, no tenía preferencias. Le daba exactamente igual el sexo del bebé mientras naciera sano y fuerte. E incluso si no fuera el caso, si existiera la posibilidad de complicaciones, tampoco planeaba molestarse al respecto. Sin embargo, era el hecho de no saber qué pasaría en el futuro, lo que lo tenía angustiado.
—Hey, Tomi, olvida lo que sea que pienses y deja de arrugar el ceño, ¿sí? —Se inclinó Bill sobre su gemelo para borrar la fea línea de expresión de su frente—. No importa qué resulte siendo Bultito, será nuestro.
—Será el bebé más consentido del mundo —bostezó Tom con un poco de cansancio—. Tendrá tus ojos, pero mi nariz.
—Difícil sería que no tuviera ambos, Tomi —se contuvo Bill de burlarse—, porque somos gemelos, duh.
—Ah, pero para esto… Será tan sexy como tú pero tan atractivo como yo —guiñó Tom un ojo—. Tendrá tu sentido de la moda y mi inteligencia.
—¿Cómo que tú inteligencia? —Pateó Bill a Tom por debajo de las mantas—. Será mi inteligencia y tu manía de acomodar la ropa por colores.
—Lo dice el que tiene un exhibidor de zapatos en el clóset.
Bill bufó. —Trata de quitarse la culpa el hace lo mismo en los muros con sus gorras.
Tom abrió grandes los ojos. —Recrimina el que dejó de usar el pañal al último.
—¡Sólo por dos semanas después que tú! —Se le dilataron las fosas nasales al menor de los gemelos—. Y viniendo de quien seguía yendo a la cama con un biberón a los tres años…
—Uhmf —se semi incorporó el mayor de los gemelos—, mira quién habla, el que seguía durmiendo con el Señor Oso hasta que tuvo diez años.
Los dientes de Bill rechinaron. —¡No te atrevas a meter a Señor Oso a la conversación! Menos cuando dormías con la luz dormida luego de ver películas de terror.
—Ajá —rodó Tom los ojos—, hablando de quien llora con dramas y películas para chicas.
—No es mi culpa ser el que tenga más sensibilidad artística de los dos —tiró Bill las mantas— y que tú seas una patata con tus emociones.
—Llorar porque se acabó el papel higiénico del baño no es ‘sensibilidad artística’ —remarcó Tom, usando comillas en el aire—, es mariconería.
La boca de Bill se abrió de golpe ante aquel golpe bajo, algo con lo que nadie debía jugar y el mismo Tom era consciente de ello.
—Bill, lo siento —se disculpó al instante éste, avergonzado de cómo una pequeña palabra había desencadenado todo aquel intercambio de insultos—. No fue mi intención… Ni siquiera estaba pensando lo que decía.
—Yo tampoco, Tomi —se levantó Bill de la cama, esquivando su mirada—, pero eso… Fue demasiado ofensivo hasta para nuestras peleas.
—¡No estamos peleando! —Gruñó Tom—. Es una estupidez.
—Lo que dijiste fue una estupidez, Tom —salió Bill cojeando de la habitación, azotando la puerta en el proceso.
La mañana siguiente, fue una pesadilla para ambos gemelos. Lo mismo fueron los días subsiguientes cuando permanecieron sin intercambiar palabras que no fueran de cortesía entre dos extraños. Bill evitaba hablarle a Tom lo mismo que éste no podía levantar la mirada cada vez que se topaba con su gemelo en cualquier lugar de la casa.
En un acuerdo tácito, seguían durmiendo juntos, pero cada quien de costado dándole la espalda al otro y sin un ‘buenas noches’ de por medio que pesaba sobre sus cabezas como una niebla oscura que les restaba paz y descanso a sus días.
No fue sino hasta la cuarta mañana que Tom decidió romper con aquella tensión.
Tomando una hoja de papel y crayolas de una caja de juguetes que habían comprado para Bultito, Tom se dedicó las siguientes horas a componer unas palabras y un dibujo que expresaran lo mucho que le dolía estar en aquella situación. Firmó con ‘Tu Tomi que te quiere y se disculpa de corazón’ y contempló la pequeña tarjeta con un poco de autocrítica. El dibujo distaba de ser algo bonito, ni siquiera en los extraños parámetros de lo surreal o lo abstracto. Ni hablar del resto de las palabras. Así como Tom era bueno con la música y Bill con expresarlo en palabras, lo suyo no era precisamente decir ‘lo siento’. Componer una canción estaba fuera de los límites dado que Tom ya no podía sostenerla sobre su regazo así que eso sería.
Más tarde en la noche, Tom fue el primero en retirarse a su habitación. Depositando la nota sobre la almohada de Bill, se acostó en su lugar de siempre y esperó por lo que parecieron horas.
Dormido a causa del estrés y los nervios, Tom nunca apreció los pasos cansados de Bill arrastrándose por el suelo alfombrado, así como tampoco el suspiro entrecortado luego de que encontró la nota y la leyó.
De lo que si fue consciente, fue cuando Bill lo sacudió por el hombro para abrazársele y sin palabras de por medio, le besó los labios en un único gesto de disculpa y perdón.
De vuelta, todo estaba bien como debía ser entre ellos dos.
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