—Mmm, ¿hola? –Agitó Bill la mano con rigidez, los dedos tiesos igual que la muñeca que giró, más que balancearse, demasiado nervioso como para algo más. Los niños en general lo aterrorizaban más allá de lo que se atrevería jamás a conversar; ni hablar de un par de gemelas de diez años que ni sonreían ni se movían de sus asientos. El parecido con muñecas de porcelana, no sólo por sus delicadas facciones y perfectos atuendos, sino por sus gélidas facciones, resultaba aterrador en un modo que rayaba en lo macabro. Acusó aquella carencia de emociones a la buena educación.
Las dos niñas frente a él intercambiaron una mirada. Ambas llevaban el mismo conjunto de vestido, medias y zapatos de charol, pero en lugar de vestir del mismo color, una lo hacía de verde menta y la otra de azul cielo. Con el cabello rojizo cayéndoles perfectamente en cascada a ambos lados del rostro, parecían listas para posar a una cámara.
—Saluden, nenas –indicó una mujer mayor, pero con gestos plagados de vitalidad juvenil que se inclinó sobre Bill y Tom—. Yo soy Melissa, abuela de las niñas.
—Hola –saludaron las gemelas con voz clara y un poco tímida, las expresiones serias de sus rostros rompiéndose al instante.
—Ella es Gweny –indicó la otra mujer que las acompañaba, componiendo su conjunto de cuatro; también ella demasiada mayor como para ser algo más que la otra abuela—, y ella Ginny. Yo soy Clarissa, mucho gusto en conocerlos a ambos.
Bill y Tom tendieron las manos a ambas mujeres y luego a las niñas, quienes se pusieron de pie para intercambiar saludos.
Sandra batió palmas. –Muy bien, en vista de que todos ya se conocen, permítanme un segundo e iré por galletas y café. ¿Leche para ustedes? –Se dirigió a las niñas, que asintieron en un único movimiento—. Excelente, no me tardo –dijo antes de ponerse de pie y abandonar la sala.
Apenas sus pisadas se dejaron de escuchar, tanto Bill como Tom consideraron mala idea el haber planeado aquella reunión. De primera mano, porque no estaban seguros de cómo comenzar la conversación. Un “hey, yo también soy hombre y estoy embarazado, qué coincidencia, ¿no?” parecía de lo más inadecuado. Más porque ninguno de los dos padres de las niñas estaba presente a causa de trabajo y en sustitución, habían venido acompañadas de las abuelas.
Tom en especial se sentía incómodo. Él sabía que de haber sido Bill en su lugar, éste se habría negado a la entrevista, no muy interesado en algún caso aislado y ajeno que poco tenía que ver con el suyo, excepto por el factor determinante de ser dos varones con un embarazo. Pero fuera por fortuna o desgracia, él sí que tenía curiosidad respecto al futuro bebé que tendría y quería saber todo al respecto.
Fue por ello que venció su inicial temor y dejando de lado la animada conversación que Bill mantenía con las dos abuelas, se dirigió a las niñas.
—¿Están aburridas? –Susurró con complicidad, apenas haciendo ruido. Los ojos de las dos niñas se abrieron de par en par, pero tras unos segundos y pasada la sorpresa inicial, asintieron ligeramente—. Seh, yo también.
La niña que estaba más cerca de él, la que reconoció por nombre como Gweny, se inclinó sobre su lado. –Poquito, pero las abuelas se molestarían si lo saben. Dicen que es de mala educación. Ni siquiera nos dejan bostezar en público.
—No tienen porqué enterarse –les dijo en tono secreto Tom, cerrando sus labios en una pantomima de hacerlo con cremallera, colocando un candado en la punta y tirando la llave.
Las dos niñas rieron por lo bajo, encantadas de aquella mímica.
—Veo que todos se llevan bien –dijo Sandra regresando a la habitación donde se encontraban todos. A petición unánime, su propia casa, pues el tema a tratar era íntimo para las salas del hospital y carente de la frivolidad de un restaurante—. Tom, ¿no te gustaría llevar a las niñas al jardín? Siempre que vienen de visita adoran tomar el aire fresco y tener su propio tentempié fuera de las aburridas charlas de los adultos.
Tom entonces apreció que en lugar de una charola con galletas y té, Sandra había llevado dos. La segunda con un plato con galletas de chocolate en el centro y una jarra con leche fresca.
Una simple sonrisa y él se encontró caminando como pato detrás de las niñas que al parecer conocían el camino directo al jardín trasero. Mientras que Gweny llevaba el mando y la charola con la merienda, Gweny lo tomaba de la mano y lo guiaba por el intrincado jardín repleto de árboles, césped y flores fragantes.
Tom no pudo sino agradecerle, puesto que desde que había entrado en su quinto mes de embarazo apenas si podía caminar en línea recta. La barriga que hasta entonces apenas se había hecho presente, ya tenía un considerable tamaño que lo tenía con andares de pato.
—Ahí –tironeó Ginny de su mano, señalando con el otro brazo una mesa de jardín de color blanco, cubierta por una sombrilla. Gweny ya estaba ocupando lo que parecía ser su asiento habitual y repartía las galletas en pequeños platitos.
Tomando asiento, los tres tomaron la leche que venía en la bandeja y que Tom sirvió con mucho cuidado de no derramar ni una gota.
—¿Tú también estás embarazado como Mami? –Preguntó de pronto Ginny, la vista fija en el mantel que cubría la mesa.
—Shhh –la amonestó su gemela. Seguramente, pensó Tom, les habían advertido a las niñas el no hacer preguntas al respecto, pero en lugar de molestarse, Tom lo tomó como la simple curiosidad que los niños a veces tienen. Él también había hecho preguntas indiscretas en momentos equivocados y ganado la regañina consiguiente de mano de sus padres, así que sabía el valor que tenía aquella simple pregunta.
—Uhm, sí –sonrió lo mejor que pudo—. Tengo cinco meses.
—Mami también nos tuvo así, las dos a la vez –dijo Gweny con unos bigotes de leche a cada lado de la boca.
—¿Mami? –Preguntó Tom con un poco de curiosidad. Sandra no les había hablado nada al respecto, pero adivinaba él que era así como el padre de las niñas les pedía que lo llamaran. Al menos uno de los padres. Sonaba lindo… Tom se preguntó qué se sentiría.
En su propio caso particular, aquella opción no era viable, ya que una vez Jost había bajado de su colapso nervioso, había sugerido la idea de fingir que una groupie había salido embarazada de Tom y muerto en el parto, justificando así la existencia del bebé sin el inconveniente de la madre. Ni él ni Bill habían puesto oposición alguna ante la idea; la solución al alcance de sus dedos. El bebé jamás llamaría Mamá a Tom ni otra cosa que no fuera Tío a Bill, pero de algún modo estaba bien.
A diario, Tom se recordaba que entre todas las opciones, ésa era la mejor.
—Sip, mami –confirmó Ginny, sin tomar en cuenta la expresión triste que de pronto Tom llevaba impresa en el rostro—. Nosotros tenemos dos papás, pero el que nos llevó en su barriga nos pide que le digamos Mami. También Benji lo hace.
Tom arqueó una ceja. —¿Quién es Benji? –Inquirió por cortesía, a sabiendas de antemano que la pareja que había tenido a las niñas, también había tenido otro bebé un par de años después.
—Nuestro otro hermano –explicó Gweny—. Él nació sin un gemelo y tiene cinco años. No vino porque el tío Anis dijo que iba a cuidar de él.
—Fueron al parque de diversiones sin nosotras –confirmó Ginny con rostro entre serio y ligeramente triste—. No es justo.
—Oh –exclamó Tom, no muy seguro de qué decir—. ¿Recuerdan a Bill, la persona que estaba conmigo? –Ambas niñas dijeron ‘sí’—. Él es mi hermano, también es mi gemelo.
Las dos niñas se cubrieron la boca al reír. –No es posible –le sacó Gweny la lengua—, él no se parece a ti.
—Es porque somos un poco diferentes –les guiñó un ojo Tom—. Pero bajo la ropa y el maquillaje, somos idénticos como ustedes.
Ante aquella declaración, las niñas soltaron una carcajada que terminó de romper la tensión, si es que ésta existía. Incluso más allá de lo que Tom podía creer posible, el resto de las horas del día se les fueron volando tanto a él, como a las niñas. Lo mismo para Bill dentro de la casa.
—No creerás lo que me enteré –le dedicó Bill un rápido vistazo a Tom por encima del hombre. Éste venía en el asiento del copiloto, demasiado exhausto como para sentarse completamente erguido, con una mano trazando círculos sobre el vientre porque el bebé, lo mismo que él, había estado excitado por la visita y aún no se tranquilizaba—. ¿Notaste algo raro entre las abuelas?
Tom lo pensó por un segundo antes de contestar. –Nop, nada.
—Pues sujétate de algo antes de que te diga –le dio dramatismo el menor de los gemelos, metiendo cambios en el vehículo—: Melissa y Clarissa son pareja.
—¿Pareja de qué tipo? ¿Cuidando a las niñas o…? –Preguntó con adormecimiento Tom, agotado al punto en que si resultaba que Bill quería teñirle el cabello de verde, no le importaría; así su nivel de energía.
—Nah, pareja de todo –tamborileó Bill los dedos sobre el volante—. Y eso no es todo –miró en los ojos de su gemelo aprovechando un breve alto doble—, las chicas me contaron bastante secretos de familia.
“¿Las chicas?”, pensó Tom con chanza, seguro de que Bill había escarbado en secretos familiares ajenos como sólo él podía hacerlo. Aquel apelativo seguramente era para las abuelas
—Dime uno –tentó la curiosidad.
—Por dónde empezar… ¡Ah sí! –Se hizo Bill el interesante—. Pues verás, las dos son abuelas de las niñas, pero Clarissa no es la mamá de su papá.
Tom elaboró un malabar mental. Si el papá de las niñas no era hijo de una de las abuelas… —¿O sea que el papá es adoptado? –Tom arqueó una ceja—. No te entendí nada.
—Argh, espera –refunfuñó Bill por el tráfico de aquellas horas. Incluso para ser entre semana y a hora pico, la cantidad de vehículos era demasiada. Apenas pudo pasar el siguiente semáforo en verde, le explicó a su gemelo el enredo familiar del que se había enterado—. Mira –comenzó Bill a explicarle a su gemelo—, Melissa es mamá del papá legal de Gweny y de Ginny, pero su verdadero padre es el hijo de Clarissa. No me pareció correcto preguntar mucho al asunto, ya sabes, por educación y todo eso, pero ellas no tuvieron problemas en contármelo todo.
—¿Entonces el segundo bebé…? –Tom abrió grandes los ojos al entender.
—Nah, el segundo bebé ya es de otro padre. ‘La madre’ –resaltó Bill con la voz—, tuvo a las niñas casi a escondidas del hijo de Clarissa, pero luego fue el hijo de Melissa el que aceptó que estuvieran juntos y legalmente fueran de ellas. Todo un enredo, ¿no crees?
Tom apenas entendió todo. –Vaya que sí –confirmó, un poco incómodo de hablar de aquellas personas que tan bien le habían caído, de aquel modo tan impersonal. En su cabeza, poco importaba quién era el padre de qué niño si a fin de cuentas existía armonía y nadie salía afectado.
—Sé lo que piensas, Tomi, pero está bien. Ellas me contaron esa historia porque todos los involucrados saben, eso creo. –Tom bajó la vista a su regazo, de pronto curioso por saber si las niñas tenían conocimientos de quién era su verdadero padre. Seguramente no, concluyó al cabo de unos segundos; el ‘tío Anís’ que él suponía podría ser el hijo de Clarissa y que tantas veces había salido en la conversación, no era mencionado con ninguna inflexión especial. Lo más probable siendo que las nenas aún no lo supieran.
—¿Y quieres saber lo más increíble? –Dijo Bill con la misma emoción en la voz que usaría un niño de cinco años para decirle a sus amigos que en Navidad Santa Claus le traería un circo, animales, payasos y palomitas de maíz incluidas.
—Sorpréndeme –murmuró Tom con un par de dedos presionando en su tabique nasal. No que no lo esperara; Bill era Bill, siempre curioso, hurgando en la vida de los demás si éstos le daban la oportunidad, pero entre saber un par de cosillas y enterarse de toda la historia familiar de una familia que no era la suya, la línea divisoria demasiado marcada.
—¿Viste la ropa que llevaban las gemelas? –Al decirlo, los ojos de Bill brillaron, las pupilas dilatándose.
Tom intentó hacer memoria respecto a la ropa que llevaban y no fue difícil. Los conjuntos perfectamente coordinados resultaban demasiado bonitos incluso para alguien a quien la ropa de niña le importaba un comino. Lo más que recordaba eran los colores.
—Ajá –confirmó, curioso de a dónde lo llevaría aquello.
—Resulta que ellas tienen de padrinos dos hombres, ninguna madrina, y son ellos los que se encargan de vestirlas. Aparentemente no estoy tan informado del mundo de la moda, porque son bastante conocidos no sólo en Alemania. Hasta donde me contaron, su pequeño proyecto ha crecido en el último par de años y sólo exclusivos almacenes tienen sus diseños.
—¿Y eso es importante porque…? –Tom no entendía.
Bill bufó. –Sabía que no lo comprenderías –dio vuelta en la siguiente esquina—. Melissa me dio una tarjeta de su negocio. Es que Tomi… —La atmósfera dentro del automóvil cambió—. Aunque mamá siga molesta, nosotros debemos, no, tenemos que empezar a guardar cosas, ya sabes, para el bebé. No podemos dejar todo para el final; mamá quizá no nos perdone nunca... –Dijo al fin con una piedra atorada en la garganta, sus últimas palabras apenas en un tono audible.
Tom asintió con lentitud, el tema de su madre, quien aún no daba noticias de ningún tipo, presionando nervios que prefería creer que no existían. Por mucho que le doliera el distanciamiento entre su progenitora y ellos, sabía que siempre elegiría a Bill y ahora a su bebé, por encima de cualquiera sin dudarlo ni una pizca de segundo.
—Ok –concedió—. ¿Qué tal el fin de semana? Así podrán ir Georg y Gustav. Ellos saben mejor de esto que nosotros –rió con gracia. Incluso más entregados a su embarazo que Bill, sus compañeros de banda eran quienes al parecer, tenían más claro lo que un futuro bebé podría necesitar.
—Perfecto –confirmó Bill.
Durante el resto del trayecto, el menor de los gemelos con la mente en otro lado. En el asiento del copiloto, Tom iba sumido en un relajante sopor que lo convertía en un ser complaciente a todo.
Bill se aclaró la garganta. –Tomi…
—Mmm –le llegó el murmullo adormilado de su gemelo—, ¿qué?
—Hablé con Sandra y le pregunté eso –remarcó la última palabra con un tono un tanto especial—. Dijo que estaba bien si tú y yo, ejem, tú entiendes, ¿no?
Tom abrió los ojos con pereza, más preocupado por cuánto faltaba para estar en casa que el mantener una conversación de la que no se enteraba nada. –Ajá, sí, sí –afirmó, más por no tener que abrir la boca que por realmente entender de qué iba todo.
Por desgracia para ambos, Bill entendió aquello como bandera verde.
—Ow, mis pies me matan –gruñó Tom con miseria, apenas pudiendo abrir la puerta de su nueva casa a causa de la pila de bolsas con mil y un productos que un bebé podría necesitar.
Tal como lo había planeado, él, Georg y Gustav se habían enfrascado en las compras que venían relegando desde meses atrás ya fuera por una u otra razón, siempre siendo la siguiente más y más ridícula. La lista que en un principio había escrito como guía, quince tiendas atrás, olvidada, porque una vez empezó a comprar pensando a futuro, todo parecía lo correcto.
No fue sino hasta que Gustav tardó quince minutos explicándole porque un recién nacido no necesitaba una consola de videojuegos, que comprendió al fin que el día de compras había terminado.
Al final, ya con todo lo aparentemente necesario y lo demás pagado por anticipo junto con una generosa propina para que le fuera entregado a domicilio al día siguiente, Tom había puesto fin a la tortura.
Una vez que Georg y Gustav lo dejaran en la puerta de su casa, so pena de ser castrados por Bill, quien había tenido un día largo en el estudio y por ello no había podido estar presente, Tom se encontró introduciendo la llave en la cerradura con mucha dificultad y poniendo el pie en su residencia.
El mayor de los gemelos planeaba tirar todo en el recibidor, subir las escaleras y tras desnudarse, tomar un baño de mínimo una hora en la tina de hidromasaje que se encontraba en su recámara y la de Bill. El plan no tenía fallos y la simple idea sonaba de lo más increíble para sus pies cansados.
Por sugerencia de Jost, quien siempre pensaba más en su seguridad y anonimato que en su comodidad, había usado una peluca todo lo el día, lo mismo que ropa diferente a la que solía usar en bases normales. Una sudadera incluso un par de tallas más grandes a la que estaba acostumbrado había hecho lo necesario al cubrir su barriga de cinco meses, confirmándole que sería su última salida al mundo real al menos en lo que el embarazo finalizaba.
Sumido en aquellas ideas, cuando al fin Tom entró a su casa arrugó la nariz con desagrado. Un asqueroso olor que no podía reconocer inundaba la estancia. ¿Sería la cañería, una rata muerta o ambas: Una rata muerta en la cañería? Sólo así se explicaría el casi humo verde que veía reptar por la sala.
—Oh por Dios –gruñó con una ligera tos. Usando una mano para cubrirse la boca y la nariz, encendió la luz de la habitación. Con fastidio, buscó con la vista por cada rincón del cuarto, atento a cualquier indicio de que hubiera algún animal no identificado muerto pudriéndose.
Tras cinco minutos de infructuosa búsqueda, una que lo llevó a ponerse de rodillas para examinar el suelo y que lo tuvo en esa postura por más de lo planeado, dado que ya no se podía poner de pie él solo sino era con mucha ayuda o mucho esfuerzo, lo dio por perdido.
Si algo olía mal, en cuanto llegara Bill lo obligaría a encontrar la fuente de la peste y limpiarla con productos químicos en cantidades industriales de ser necesario.
Con pesadez, se encaminó escaleras arriba, encontrando con todo el disgusto del mundo, que el aroma provenía precisamente de su habitación.
Empujando la puerta, pensó que quizá Bill había dejado encendida su plancha para el cabello y la mezcla del calor y productos para el cabello era lo que hedían tan horrorosamente, pero por desgracia para él, la realidad era una que no se le parecía en lo mínimo.
Tendido de costado, desnudo en su totalidad a excepción de un par de bóxer negros y rodeado de velas de color rojo, Bill lo esperaba.
A Tom los ojos le lloraban por culpa de las velas y su aroma, que como dedujo, eran la causa de la peste que inundaba su hogar.
—Te esperaba –murmuró Bill, también con los ojos inundados con lágrimas, aparentemente tratando de ser sexy con su gesto romántico, pero ahogándose en el proceso.
—¿A los bomberos también o sólo a mí? –Cruzó el mayor de los gemelos el espacio que los separaba, inclinándose sobre cada sirio para soplar sobre las pequeñas llamas y extinguirlas.
—Tomi –chilló Bill—, arruinas el romance.
—Tú arruinas mis pulmones y los del bebé; no dejé de fumar para esto –volvió a toser Tom por encima del humo negro y espeso que quedaba como residuo de cada vela que apagaba—. ¿Pero en qué estabas pensando? Esta mierda huele a cadáver. A uno que arrollaron en la carretera hace al menos un mes –refunfuñó.
Bill abandonó su postura ‘sexy’ de estar acostado sobre uno de sus codos de costado para sentarse y toser lo más discretamente posible. —¡No es cierto! –Rechazó la posibilidad. Aunque si era honesto al menos consigo mismo, el tufo que inundaba la habitación era potente.
Tom prefirió ignorarlo al abrir las ventanas lo más amplio posible. La brisa de inicio de verano barriendo la mayor parte de la peste en unos minutos.
—Uhm, lo siento –musitó Bill al cabo de un tiempo—. Pensé que sería bueno poner un poco de ambiente para que tú y yo…
—¿Tú y yo qué, exactamente? –Exigió saber Tom, la voz ronca por la irritación en la garganta—. ¿Muriéramos intoxicados? Esas malditas velas huelen a demonios, ¿es que nos querías matar?
Bill denegó con la cabeza. –No, para nada, eran… –el color de su cuello tomó un tono sonrosado, más de lo habitual—. Creía que le darían romanticismo al momento, un poco de ambiente.
Tom arqueó una ceja. Romanticismo era lo que menos necesitaba en aquellos momentos.
—Bill…
—No te burles, por favor –se miró el menor de los gemelos las manos sobre el regazo—. Hace tanto tiempo que tú y yo no… Eso. Pensé que sería perfecto poner velas, darte un masaje y luego, ya sabes, el evento principal. Sólo si tú quisieras, claro –aclaró alzando los ojos.
Tom no supo que decir ante aquella declaración tan honesta.
Aunque a veces seguía molesto con su gemelo por haberlo puesto en una situación no tan placentera como lo era un embarazo y lo que menos deseaba era ser tocado de aquella manera, no podía evitar sino extrañar la cercanía que compartían en esos momentos.
Un bulto que se formaba entre las piernas de su pantalón se lo recordaba.
—¿Sandra dijo que estaba bien? –Preguntó sólo para estar seguro. Sin importar cuanto lo deseara, jamás haría nada que pudiera lastimar al bebé.
—Sí –dijo el menor de los gemelos.
—Uhm –se lo pensó Tom por una milésima de segundo—. Está bien, supongo.
Abandonando su lugar lo más lejos de la cama y cerca de la ventana, Tom descruzó los brazos y avanzó hasta donde estaba su gemelo en la cama.
—¿Quieres que te dé el masaje primero o…? –Inquirió Bill con sutileza.
Tom lo pensó unos segundos antes de decidirse. –Primero tomaré un baño y luego podemos, ejem, hacerlo, ¿ok? –Tomo el sí de Bill—, no me tardo entonces.
El mayor de los gemelos apresuró su carrera al baño, abriendo la regadera apenas cerró la puerta y desnudándose con rapidez. Apenas se estaba quitando los calcetines con mucha dificultad, cuando el agua caliente instauró un vapor denso y sofocante que lo tuvo jadeando al instante.
—Mierda –se puso de pie con rapidez, demasiada para ser aconsejable y segura. Pisando mal, se deslizó por un costado, apenas consciente de ello y cayó al suelo aún con la cortinilla del baño entre los dedos, los ganchillos que la sostenían del tubo completamente desgarrados—. ¡BILL! –Gritó con todas sus fuerzas, no humillado por su torpeza, falta de cuidado o lo ridículo que se sentía al estar tendido en el suelo de su baño con una barriga que lo asemejaba a una ballena varada en la playa—. ¡Bill, auxilio!
Antes de que pudiera finalizar sus palabras, su gemelo ya había abierto la puerta de par en par y entre la neblina de la ducha, su figura se adivinaba sin dificultad.
—¿Tomi? ¿Qué pasó? –Avanzó Bill con cuidado, no tardando en encontrar a su gemelo en el suelo, no lastimado de gravedad, pero sí humillado a niveles indecibles, que sin exagerar, ya era mucho.
—Que me caí, ¡duh! –Chilló Tom con vergüenza—. Levántame.
Haciendo acopio de toda su fuerza, Bill logró sentar a su gemelo y luego lo alzó con todo el cuidado que era capaz de tener del suelo.
Una vez estuvo en pie, toda la gravedad del acontecimiento le llegó de golpe a Tom, quien sin saber cómo controlarse, se soltó a llorar seguido de Bill.
Malditas hormonas.
—¿Estás seguro de que todo está bien? –Preguntó Bill por millonésima vez aquella noche. Luego de haber llorado como críos por horas en el baño, Tom había olvidado la tan necesitada ducha para sólo caminar con pasos inseguros a la cama y tenderse de costado en ella. Una mezcla de vergüenza y dolor por la caída que mellaban más de lo que quería admitir—. Aún estamos a tiempo de ir al hospital. Sandra nos dijo que podíamos llamar siempre que lo necesitáramos…
—No –negó tajantemente el mayor de los gemelos. Con las mantas hasta la barbilla y Bill abrazándolo por detrás con todo el cuerpo, era lo único que necesitaba. Sabía con certeza que la caída había sido más aparatosa de lo que era en realidad; el tapete del baño amortiguando el impacto, pero aún así dolía un poco—. Estoy bien –intentó reafirmar, más para sí que para Bill—. En serio –repitió en vista de que su gemelo se negaba a aceptar su palabra—. Si en verdad algo malo estuviera pasando sería el primero en querer ir a emergencias.
—Ok, Tomi, no te molestes –besó Bill su nuca.
Mucho del pequeño accidente tenía más repercusiones en su estado anímico que en el físico. Tom sabía que en su cadera y pierna derecha habría una enorme magulladura a la mañana siguiente. El tono violáceo no sería posible esconderlo en su próxima sesión con Sandra, pero era ahí y no en el vientre donde había recibido el impacto, así que tenía certeza que todo iba bien.
Más que el dolor que sentía en la pierna, era el que le oprimía el pecho al pensar que aquel episodio era el primero que ambos, él y Bill, padecían sin su madre cerca. Aún viviendo en el departamento, ella estaba a una llamada de distancia, siempre dispuesta a viajar las horas que fueran necesarias si uno de sus amados bebés estaba lastimado.
En tiempo presente, la realidad era otra.
—Hey Tomi, tranquilo —adivinó Bill los pensamientos de su gemelo, él también víctima del terror infantil que lo hacía sentir solo en una casa demasiado grande para ellos dos. Como un par de niños escondiéndose en una vivienda abandonada, jugando a ser mayores.
—Perdón por arruinarlo todo –musitó Tom a través de la almohada—. Lo siento.
—Shhh, no es nada –lo abrazó Bill por la cintura, la mano sobre su vientre distendido—. Nada es más importante que tú o el bebé en estos momentos, así que no digas más. Lo otro puede esperar y lo hará hasta que… ¡Oh! –Exclamó de pronto—.Tomi, ¿sentiste eso?
Tom giró la cabeza con ojos grandes. —¿Tú también?
—Tengo la mano ahí –dijo el menor de los gemelos con asombro.
El bebé estaba dando pataditas…
—¿Es de verdad? –Rodó Tom sobre su espalda, no pudiendo creer que eso sucedía dentro de su cuerpo. Los golpes no dolían en lo absoluto, apenas una sensación tirante que desaparecía pasado apenas un segundo—. Wow… —Puso la mano al lado de donde Bill tenía la suya y los dos apreciaron la siguiente patada. La piel alrededor moviéndose en el más ligero e imperceptible de los movimientos—. Es increíble –susurró con la voz cargada de emoción.
—Nos dice que está bien –se incorporó Bill, inclinándose sobre la barriga—, tiene que ser así, ¿no es cierto?
—Yep –apretó Tom los labios, demasiado conmovido, temeroso de ceder ante las hormonas y llorar de nueva cuenta como una nenaza.
—Tomi, no creas que lo hago con otras intenciones, ¿pero quieres el masaje que te prometí? –Tomó Bill una pequeña botella de color transparente con un líquido igual de claro dentro de ella—. Seré cuidadoso.
Los dedos de los pies de Tom se curvaron de placer por la idea. –Por favor –pidió—, sí quiero.
Y aunque después el masaje derivó en algo más, ninguno de los dos tuvo palabras con qué quejarse al respecto.
—Patético en verdad –se burló Sandra la siguiente semana cuando los gemelos aparecieron para su rutina de chequeo quincenal—. ¿Y al final lo hicieron o no? –Inquirió como si nada, ajena al hecho de que aquella pregunta resultaba ser de lo más personal. Siendo doctora, importándole un pepino la privacidad y los remilgos que sus pacientes tuvieran—. ¿Y bien?
Los sonrojos carmesí que ambos gemelos llevaban en el rostro lo dijeron todo.
—No es nada de qué avergonzarse –dijo al tiempo que se quitaba los guantes de látex que había usado en el examen—. Pudo ser peor.
—Quizá sí, quizá no –murmuró Bill por lo bajo en un tono oscuro.
—Shhh, atraes la mala suerte –lo amonestó Tom, vistiéndose con dificultad. En los últimos quince días la barriga había crecido unos cuantos centímetros más de los planeados y la ropa le quedaba más justa de lo que él consideraba confortable.
—El asunto es que están entrando a la curva de los seis meses, el fin del segundo trimestre. Sin que entren en crisis, pero si no tienen sexo antes de que eso suceda, dudo que puedan hacerlo sino hasta cuarenta días después de la cesárea, mucha pena en decirlo –les informó la médica con un tono casi aburrido, al tiempo que rellenaba el formulario de aquella visita—. Sólo para que lo sepan, sin presiones –ocultó su sonrisa, a sabiendas de que serían aquellas palabras las que dispararían el libido de ambos.
—No –jadeó Bill con preocupación. La perspectiva de más meses en abstinencia llenando su futuro de nubarrones negros.
—Haremos algo –secundó Tom con una mueca.
—Muy bien por ustedes chicos –sonrió Sandra de oreja a oreja.
—Uhm, ¿listo? –Parado de frente a la cama en total desnudez tal como el día en que ambos habían llegado al mundo, estaba Bill. Tom yacía bajo las mantas, en igual estado, pero tendido sobre su espalda.
El mayor de los gemelos carraspeó. –Sí.
Tomando aire, Bill gateó por encima del colchón hasta llegar a donde se encontraba su gemelo y se introdujo bajo las mantas; Tom por su parte, apagó la lámpara que iluminaba el cuarto.
—¿Quieres que yo…?
—Nah, deja…
—Espera… ¡Auch!
—Lo siento, espera… No, duele…
Quizá era porque tenían casi medio año sin intentarlo, pero ni Bill ni Tom se sentían cómodos en aquella postura. Primero tendidos de costado porque la idea de que Tom estuviera ya fuera encima o debajo, sonaba descabellada y luego de espaldas y con treinta centímetros de separación entre ambos.
—Creo que estamos fuera de sincronía –dictaminó el menor de los gemelos—. ¿Es normal, no? Le pasa a todas las parejas luego de que no tienen sexo por meses, supongo –agregó la última palabra sólo por si su teoría estaba errónea—, ¿eh, Tomi?
El mayor de los gemelos se mordisqueó el labio inferior, tratando de encontrar una dinámica que les funcionara. En cualquier otro aspecto de la vida, les iba bien excepto en la recámara.
No por falta de interés, eso seguro.
Desde el fallido incidente con las velas y los aceites aromáticos que Bill había usado para darles un aroma excitante que acabó siendo una peste ahumada, nada parecía funcionarles. Al menos en lo referente a sexo. Sexo completo. Usando manos y boca, todo trabajaba de maravilla, pero apenas intentaban encontrar una posición para escalar en el nivel de su intimidad y todo se iba directo al garete.
Fuera lo que fuera que no salía bien, tendrían que descubrirlo pronto.
—¿Sabes en qué pienso? –Habló Bill en voz alta—. Ninguno de los dos hemos decidido quien será el que…
—Oh, cierto –cayó la revelación sobre Tom. Eso. Quién sería el que tomaría el rol pasivo... De pronto parecía claro—. ¿La última vez que lo intentamos era yo?
—Pensé que iba a ser yo… —Admitió su gemelo.
Los dos soltaron risitas bobas. Claro que no habían funcionado sus encuentros las dos veces pasadas, puesto que ambos habían creído ser quienes iban a recibir al otro en su cuerpo.
—Creí que iba a ser yo, como siempre –murmuró Bill con las orejas rojas.
—Yo también creí que era yo –se señaló Tom la barriga—, ya sabes, por obvias razones…
Un silencio tenso pendió sobre sus cabezas hasta que Bill tomó la iniciativa. —¿Está bien si yo…? Prometo ser cuidadoso, Tomi.
Tom se tensó por un corto segundo antes de recordar que era Bill quien hablaba, quien siempre tenía cuidado con él y lo manejaba como la más preciada de sus posesiones. Claro que estaba bien, perfectamente, puesto que ese era su sitio si así lo deseaba.
Trago saliva. –Adelante –indicó a su gemelo.
Bill apartó las mantas de sus cuerpos y se colocó de rodillas. Las luces del exterior apenas iluminaban la estancia, pero conforme sus pupilas se dilataron, fue más fácil vislumbrar entre las sombras el cuerpo de su gemelo hasta que al fin pudo reconocer cada línea de éste.
—¿Listo?
Tom abrió las piernas como única respuesta; el menor de los gemelos colocándose entre éstas con cuidado. Acariciando desde la corva de las rodillas hasta el interior de los muslos, Bill no pudo sino sentir la familiar sensación de calor en el bajo vientre al contemplar extasiado como su gemelo se entregaba del todo a él.
Después de haberlo embarazado, recordó con culpa, dudaba algún día volver a experimentar una cercanía a nivel físico como ésta de nuevo.
—Gracias, Tomi, muchas gracias –repitió como un mantra, depositando besos húmedos en la rotula y descendiendo con delicadeza a lo largo de la cara interna de los muslos hasta encontrarse con la suave firmeza de uno de los glúteos de Tom—. ¿Se siente bien?
—M-Mucho –le falló a Tom la voz. Tendido de espaldas y completamente expuesto se sentía extrañamente en confianza; el sentimiento de entrega que experimentaba nublando cualquier otra duda.
—Voy a… —Bill tomó de la mesa de noche el pequeño envase que contenía el lubricante y lo destapó; el ruido haciendo eco por la habitación y haciendo inútiles sus siguientes palabras.
Tom soltó un suspiro largo cuando el primer dígito helado se acercó a su entrada y circundó la sensible área. –Vamos, Bill, no me voy a romper –jadeó.
El menor de los gemelos probó un poco más con la resistencia, por primera vez apreciando aquel tacto. La vez anterior demasiado ebrio como para recordar algo remotamente digno.
Pronto la habitación se llenó de gemidos mientras Bill trabajaba tres dedos en el cuerpo de su gemelo y Tom estrujaba las sábanas entre los dedos. La conexión entre ambos a punto de estallar, nada parecido a la devastación, sino al clímax supremo.
—Hey, creo que estoy listo –jadeó Tom con voz ahogada, la frente perlada de sudor.
—¿Condón? –Alzó Bill una ceja. El mayor de los gemelos denegó.
—No puedo estar más embarazado –bromeó, por primera vez completamente feliz de estar con la barriga. Le ahorraba dolores de cabeza, por no hablar que en muchos libros había leído que los orgasmos solían ser más intensos—. Deja te pongo el lubricante.
Bill permaneció de rodillas mientras Tom se incorporaba un poco y tomaba un poco de lubricante para untarlo sobre el pene de su gemelo. El menor de los gemelos no pudiendo evitar el mover las caderas al ritmo de sus caricias y entrecerrar los ojos por lo exquisito del placer, casi bordeando en el dolor.
—Hazlo con cuidado al principio –pidió Tom al recostarse de vuelta y abrir las piernas de nueva cuenta.
—No creo que eso funcione, Tomi –se inclinó Bill para besar a su gemelo en los labios—. No quiero aplastarte a ti o al bebé. Ponte de lado –le indicó con voz ronca.
Tom lo hizo, deseoso al grado en que si Bill le pedía hacerlo de cabeza por su salud y la del bebé que llevaba en su interior, lo aceptaría.
Para ayudarse un poco, el mayor de los gemelos utilizó un par de almohadones para acomodar su cuerpo de tal modo en que la barriga se encontraba a salvo y su trasero al alcance de Bill, quien apenas posó sus ojos en él, se le pegó por detrás.
—Tomi, ah… —Presionó sus glúteos y los abrió, la pequeña hendidura en la que iba a entrar reluciente con el lubricante—. ¿Está todo bien?
—Adelante –gimió Tom, la simple idea de repetir aquella única experiencia de ser penetrado otra vez.
Bill no esperó otras indicaciones. Guiando su pene con una mano, presionó contra la entrada de Tom hasta que ésta comenzó a ceder y se introdujo centímetro a centímetro en aquel tibio calor.
—¿Cómo se siente, Tomi?
—Uh-uh… Ahí –jadeó Tom, alzando una pierna en el aire para hacer más fácil el proceso, su propia erección reclamando atención.
—Un poco más y… —Bill soltó una palabrota—. Listo, está dentro.
—Lo sé, lo sé –gimió Tom con tono apagado—. Lo siento dentro… Muy grande, no es como lo recuerdo… Ah, pero es bueno, ah-ah –perdió el aliento cuando Bill se retiró un poco y volvió a empujar—. Mmm-más…
El menor de los gemelos repitió sus anteriores movimientos, cada vez impulsándose más, usando más energía. Pronto el rechinido del colchón y sus gemidos llenando la habitación con ruido.
No requirió de mucho tiempo. Tom estaba al límite, lo mismo que Bill.
Poco antes de correrse, Bill deslizó una mano desde la cadera de Tom por donde lo tenía sujeto con firmeza, hasta su pene. Circundando la erección que encontró ahí, Bill masturbó a su gemelo con rapidez, poniendo especial énfasis en el glande, usando el pulgar humedecido con su saliva para ello.
—Tomi… —Gimió contra su oído—. Dime cuándo…
—Mah-ah… —Contrajo Tom el cuerpo, Bill jadeando detrás de él—. Ya, hazlo ya…
Sintiendo el orgasmo de su gemelo en sus manos, Bill dio una última embestida de sus caderas antes de venirse en tres espasmos continuos.
Aún en las nubes, Tom sintió como Bill se retiraba de su cuerpo con toda la delicadeza posible, así como escuchó sus pasos hasta el baño. Cuando regresó a su lado llevaba una toalla en mano que usó para limpiarlos a ambos.
—No te duermas aún –le besó la oreja apenas terminó—. ¿No quieres ver una película?
Tom bostezó. –Puede ser… Pero necesito cargar el tanque si no quieres que me duerma encima de ti.
—¿Palomitas de maíz y refresco? –Le guiñó Bill el ojo.
—Más bien… —Desvió Tom la mirada—, tengo un antojo bastante diferente.
—¿Nachos con mermelada de frambuesa otra vez? –Hizo Bill una mueca de asco, recordando que Tom ya lo había sacado de la cama en varias ocasiones por antojos bastante marcianos.
—Nah, pensaba en pizza…
—Uf, menos mal –sintió el menor de los gemelos que un peso de sus hombros se elevaba.
—… de sushi con salsa de arándanos… —Finalizó Tom con un susurro—. Siento que si no lo como, el bebé no me dejará dormir. Lo siento –agregó cuando vio a Bill ponerse en pie para buscar ropa que ponerse, las llaves del automóvil y la billetera.
—Hey Tomi, está bien –se inclinó Bill a medio vestir sobre su gemelo—. Yo iré por la comida, tú elige las películas, ¿ok?
Tom sonrió. —¿Y puedes traer helado de mostaza?
Bill se detuvo con un pie en el aire. –Creo que ése no existe, cariño –tarareó.
—Entonces sólo de chocolate –pidió Tom.
Horas después, luego de haber comido y visto tres películas, incluso después de que ya estuvieran de vuelta en la cama y acurrucados el uno al lado del otro, la sonrisa que Tom llevaba en los labios no se desvaneció ni siquiera en sueños.
La realidad no era nunca superada por ninguna fantasía.
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